No me ha alcanzado la voluntad para llegar a la locura, ni el dolor para perderme en la droga o en el alcohol. Tampoco es suficiente mi desasosiego para escribir algo bueno, y a duras penas puede lidiar mi inteligencia con la academia, donde a fin de cuentas no es tan necesaria, donde basta con un poco de voluntad formal.

Puedo decir que he amado, aunque a estas alturas ese verbo me da la impresión de que sucede en una lengua extraña, y aunque considero el sexo sin complicaciones una utopía sé que la satisfacción está en otra parte. Basta saberme presa de una ilusión para empezar a perder la fe, y soy lo suficientemente sincero como para afirmar que todo lo que digo es mentira.

Comencé a morir cuando abrí un libro. Andrés Caicedo; luego Sábato, Pöe, Sartre y Nietzsche. Tristes y adolescentes ataques de entusiasmo. Cuando llegué a Rayuela tuve la intuición de que me estaba enterrando pero solo fue hasta Miller que advertí mi olor a podrido. El caldo de cultivo estuvo listo para la poesía, la literatura clásica, el goce teórico y la sonsera estética. Estudiar literatura ha sido el peor error, pero estoy feliz de haberlo cometido.

El fantasma de mí recorre todos los días las mismas calles de Cali, donde la literatura es un error de Dios. Rumiante, ya sin asco, me ensucio los dedos en los sótanos berrinchosos de las librerías: de lecturas residuales me alimento, y mis comentarios suelen causar asco a los que cuidan su figura con lecturas limpias, actuales. Lejos del resentimiento, confío en el cinismo como método para establecer amistades, río con frecuencia, camino tranquilo y tengo buena espalda para los gatos.